La fabricación de carbón vegetal esquilma la sabana de Plateau de Betéké, en RDC
El uso indiscriminado del carbón vegetal en República Democrática de Congo está afectando de forma severa a la conservación de parajes naturales como el Plateau de Betéké, donde las motosierras están acabando con la vegetación. Sin embargo, aunque modestas, ya están surgiendo alternativas
Texto: Xaquín López Fotografías: Sonsoles Meana MUNDO NEGRO / ENERO 2015
Matonge es el barrio de moda de Kinshasa. Una especie de quartier latin parisino donde nació la singular rumba congoleña, en la voz de Papa Wemba. Cada tarde al caer el sol, cientos de restaurantes callejeros, los malewas, bullen de gente. Es la hora de la Primus, la cerveza local, y del pincho de cabra. Los kinois invaden las terrazas y acuden a las parrillas ambulantes, ngandas, para una cena informal. A falta de electricidad, gas butano o de cualquier tipo de combustible fósil, las parrillas callejeras funcionan con carbón vegetal, llamado makala. Es un producto tan popular que las carnes –pollo sobre todo– y pescados reciben el nombre de poulet o poisson ‘a la makala’.
Años de guerras y dictaduras cruentas han convertido a República Democrática de Congo (antiguo Zaire) en un Estado siempre al borde del precipicio. Solo una historia reciente tan dramática justifica la falta total de carreteras a lo largo y ancho del inmenso país. De su capital salen únicamente dos rutas asfaltadas: la que va al suroeste siguiendo el curso del río Congo, y la del norte hacia el aeropuerto. El paisaje de esta última es monocolor: camiones y más camiones, cargados con sacos de makala, recorren a diario los aproximadamente cien kilómetros que separan el Plateau de Batéké del marché de la Liberté, el principal mercado de la ciudad.
El Plateau, como se conoce en Kinshasa, es una extensa sabana que arranca en Angola, remonta el río Congo y penetra en Gabón. La dureza del agreste paisaje solo se ve suavizada por el verdor frondoso de los afluentes del Congo, como el Lumène o el Luffini, que cruzan la región trazando líneas de vegetación selvatica a su paso. Ese reducto, los últimos bosques del Plateau, es lo que están devastando las motosierras y machetes de los jóvenes que fabrican la makala. Brigadas ambulantes de muchachos, muchos llegados de regiones limítrofes, tronchan los troncos más gruesos y preciados y los talan con destreza. Una vez en tierra, podan las ramas y trocean el árbol en partes iguales de unos tres metros. El siguiente paso es abrir una cuadrícula en medio del bosque, apilar los troncos hasta una altura máxima de tres metros y cubrirlos con una espesa capa de arena salpicada de orificios de ventilación. Antes de sellar la pila de leña, le plantan fuego y dejan que la madera arda lentamente durante días e incluso semanas, un fuego sin llama que, al extinguirse, ha convertido la pila de madera en carbón vegetal.
Pinto es un joven de 32 años. Con la motosierra en las manos y una sonrisa exultante, nos muestra su destreza en la tala. “En una buena jornada tumbo unos cinco” nos cuenta. “Entre los tres de la cuadrilla ponemos en marcha una pira cada semana. Venimos produciendo unos 150 sacos al mes”. Da igual la especie arbórea que encuentren, todo vale para la makala, aunque los leñadores solo distinguen entre árbol de madera roja la mejor y negra. En cualquier caso, la mítica acacia de la sabana congoleña es sin duda la de más calidad para fabricar el carbón vegetal.
El paisaje es tétrico: por el ruido de las motosierras se localiza a los brigadistas; por el humo espeso, elevándose sobre el bosque, se intuye la combustión de la leña; y por el olor a madera quemada se descubren las piras de la makala
La fiebre de la makala está atrayendo al Plateau a gran número de empresarios intrépidos mezclados con buscavidas. Betty es una mezcla de ambos. A sus 35 años maneja como nadie el negocio del transporte del carbón vegetal. Alquila los camiones en Kinshasa y tiene una red de proveedores diseminados por toda la región. En el villorrio de Giambini ha montado su plataforma para cargar los remolques. Vende cada saco de 40 kilos en Kinshasa por 18 mil francos congoleños, unos 14 euros. De ese precio, la tercera parte es para el fabricante de la makala; la otra tercera parte para el transportista y el resto, seis mil francos congo- leños, para Betty, la intermediaria. “En unos años habré ganado medio millón de dólares. Entonces pienso volver a mi Kasay natal, en el este y comprarme una buena casa”, nos comenta orgullosa a pie del camión, cargado de sacos de makala, en el que viaja siempre de copilota.
Cada familia congoleña consume unos dos kilos de makala al día; muchos más son los que queman los cientos de puestos ambulantes de comida de Matongé, al son de la música de Papa Wemba o Benda Bilili
Uno de los principales problemas en Congo es el transporte de mercancías, debido a la paupérrima red de carreteras del país. Solo por esa razón se explica que el mismo saco de carbón que en Mgambini cuesta 6 mil francos congoleños triplique su valor en el marché de la Liberté de Kinshasa. Cada familia congoleña consume unos dos kilos de makala al día; muchos más son los que queman los cientos de puestos ambulantes de comida de Matongé, al son de la música de Papa Wemba o Benda Bilili, el grupo de músicos minusválidos, afectados por la polio, que se ha hecho famoso en el mundo entero.
La alternativa a la makala
África es el continente de las nuevas oportunidades y República Democrática de Congo un buen laboratorio de ensayo. Un país inmenso, asolado por guerras interminables, tiene una deuda con el progreso y ese es el terreno propicio para los emprendedores.
Un ejemplo de ello es el Plateau de Batéké que, junto con la región vecina de Bass Congo, acumula una inmensa supercie de 4 millones de hectáreas en barbecho, sin explotar. Desde hace unos años se está produciendo el resurgir agrícola de la zona. Empresarios de distintos países: Grecia, Corea del Sur, Turquía y Estados Unidos están explotando tierras para el desabastecido e inmenso mercado de Kinshasa. En esa lista de empresarios hay un ingeniero agrónomo de Valladolid, Alberto Bello.
Junto con dos socios, uno de ellos congoleño, ha conseguido la concesión para explotar 60 mil hectáreas y ya ha sacado al mercado su primera cosecha de maíz bajo la denominación Monte Congo. Luego vendrán las berenjenas, el arroz, la mandioca local. Pero tiene un reto aún más ambicioso: evitar la deforestación de la región buscando una alternativa a la makala.
La megaciudad de Kinshasa, que ya ha superado la barrera de los diez millones de habitantes (algunos censos extraoficiales hablan incluso de quince millones), consume unos dos millones de toneladas de carbón vegetal al año. Esto supone la deforestación de cincuenta mil hectáreas de bosque. Su fórmula es tan sencilla como osada: ladrillos compactados con biomasa a partir de forraje y hierbas naturales. Las ventajas son numerosas: gran poder calorífico; una inversión razonable –300 millones de euros– para una gran explotación, cien mil hectáreas; estímulo de la actividad agrícola en una región donde prima la cultura artesanal.
El Banco Mundial y la ONU ya se han interesado por la iniciativa. Monte Congo ya ha comenzado a montar la primera fábrica de ladrillos vegetales y calcula que en un año pondrá en el mercado la primera partida, pero sabe que ese no es el problema. “La verdadera lucha está en romper las costumbres y la mentalidad tan arraigada del uso del carbón entre la población” comenta Alberto, con esa medio sonrisa de los que saben que para ganar, primero hay que apostar.