En Zimbabue la vida cotidiana apenas se resiente días después de la caída de Robert Mugabe
Texto: Xaquín López; Fotografía: Sonsoles Meana
MUNDO NEGRO ENERO 2018
A finales de cada mes, en Zimbabue se repite una escena: colas de personas rodeando los bancos para retirar parte del salario que acaban de cobrar. El pasado 30 de noviembre, diez días después de que Robert Mugabe fuera apartado del poder, unas 50 personas hacían cola a la puerta de la oficina del Barclays Bank, en Victoria Falls City.
A la misma hora, ocho y media de la mañana, los primeros turistas empiezan a entrar en las cataratas Victoria, la principal atracción del país y el segundo destino turístico de África tras las pirámides de los faraones en Egipto.
“Sólo nos permiten retirar 50 dólares a la semana. Yo los guardo en casa para hacer frente a una emergencia imprevista” se lamenta Kuda. Tiene 32 años y es un joven afortunado: trabaja de cocinero en el Victoria Falls Hotel, donde la suite sale por mil dólares la noche. Kuda gana 350 dólares al mes y no le salen las cuentas para pagar el colegio de sus dos hijas.
Ambas van al instituto Mosi-Oa-Tunya, humo que truena en lengua shona. Es el mayor colegio de Chinatimba, un town shipde unos diez mil habitantes, todos negros. El instituto tiene 1.800 estudiantes. La matrícula cuesta 79 dólares al trimestre.
Kurt Sibako enseña contabilidad y economía básica en las aulas del centro. “La mayoría de los alumnos llegan de la escuela primaria sin preparar y muchos de ellos apenas hablan inglés” se lamenta Kurt, sentado en un cómodo recibidor a la entrada del colegio.
Kurt nació en 1980, el año de la independencia del país. “Mi padre estuvo en el concierto de Bob Marley en Harare para celebrar el nacimiento de una nueva nación africana”. El maestro de pueblo no esquiva las preguntas comprometidas: “Mugabe lo ha dado todo por su pueblo, pero ahora le ha llegado el momento de retirarse a descansar. El desafío es conseguir una moneda propia para desarrollar la economía y acabar con el enorme desempleo”.
Los que no encuentran trabajo en el maná del turismo de las cataratas emigran a Sudáfrica, como tres de los seis hijos de Meffat Neube. Tiene 61 años y un traje de chaqueta oscura gastada y pantalón a juego, que le da un aspecto distinguido. La ocasión lo requiere: ha recorrido los 20 kilómetros desde su aldea, Masuwe, hasta el palacio de justicia. “Me faltan dos ox, bueyes africanos: o es cosa del león o han sido los ladrones de ganado. Vengo a que me reparen el daño”.
Neube tiene un rebaño de siete bueyes y pocas esperanzas de que el juez le solucione el problema. “Este país está enfermo de corrupción” sentencia. A sus espaldas, un gran cartel advierte “No pagues por la justicia, es tu derecho”. Neube niega con la cabeza cuando le mostramos la cámara de fotos. Se va con los puños apretados porque sospecha que no hay justicia para él y tiene un problema de cuatreros y depredadores acechando su ganado.
A mano derecha de la entrada del recinto judicial hay una gran jaula al aire libre con una treintena de detenidos esperando condena. A pocos metros, se escucha la algarabía de una comitiva nupcial. Preston y Happy andan por la cuarentena, tienen cuatro hijos y se acaban de casar por lo civil. “Ya era hora de que Preston diera el paso. Teníamos ganas de boda” comenta un Madongwe, de la familia de la novia. En Zimbabue la poligamia es legal, pero es una práctica extinguida de facto. “Es muy caro mantener dos mujeres” dice el invitado a la boda.
En Chinotimba no hay ni una sola mezquita. Algunos camioneros le rezan a Alá en la cuneta, mientras esperan turno para cruzar la frontera a Zambia. “La religión musulmana es testimonial en el país” dice el padre Christopher Sobanda. Lleva un año al frente de la parroquia Nuestra Señora de la Paz, desde la muerte del cura español Alcarcia López. “Algunos de nuestros feligreses se han ido a otras confesiones pseudocristianas y han vuelto a nuestra Iglesia desencantados porque les ofrecían un paraíso que es una quimera”.
El asilo del pueblo acoge a 14 ancianos. A la puerta de su habitación, sentada en el suelo, Swelakele Maphosa come un trozo de carne con puré de patata. Tiene 105 años y un aspecto saludable. “La encontraron perdida en la selva y cuando nos la trajeron, no podía ver” cuenta Rebbeca, una de las dos trabajadoras del asilo. “La operamos de cataratas en Zambia y se ha recuperado”. Los ancianos reciben dos comidas diarias y no pagan nada. La comunidad local, y especialmente los hoteles de la zona, les regalan la comida. No falta en la dieta un plato de cobo que producen en el huerto del asilo.
En Chinotimba hay un hospital moderno para los blancos y un hospital de pago para la población negra que se lo puede permitir, como Kuda, el cocinero, que “ahorra por si acaso”. También hay un ambulatorio municipal gratuito, bien equipado. “Lo que más atendemos son enfermedades de la piel y diarreas. La malaria está en retroceso” según Romeo, uno de sus enfermeros.
A poca distancia está la estación de tren. Un edificio de principios de siglo XX en la ruta del gran proyecto colonial británico, Jungle Junction, que pretendía unir por tren Ciudad del Cabo con el Cairo.
Al caer la tarde, en el andén David viste camiseta amarilla con el lema “La iglesia anglicana contra la malaria”. “Voy de pueblo en pueblo haciéndole el test del VIH a las mujeres embarazadas” nos comenta mientras se sube al vagón. Esquiva las preguntas comprometidas. “En este país sale caro opinar de política” lanza desde la ventanilla, mientras tararea “liberaos de la esclavitud mental”. Ese estribillo de Redemption Song, que Bob Marley cantó en el mítico concierto de Harare, todavía retumba como un sueño inalcanzable en la selva de Zimbabue.