En las canteras de Abeokuta
Texto y fotografías: Xaquín López
Mundo Negro Abril 2009
El 16 de abril se celebra el Día contra la Esclavitud Infantil. Hoy, en África hay niños esclavos. Lo ha podido comprobar el autor de este reportaje, que ha viajado con un traficante y dos niños desde Zakpoktá, en Benin, a Abeokuta, en Nigeria, donde numerosos menores trabajan en las canteras de arena. El relato que sigue es un resumen de la segunda parte de su libro “Las fronteras se cruzan de noche”
“Vengo a llevarme a los niños del akowé”, le había dicho François a la mujer nada más bajarse de la moto. En la lengua fon, que se habla en Benin, akowé significa “el maestro”. La mujer llamó por su nombre a los niños, Lewidjo y Pierre, y en unos minutos ya estaban los dos subidos a la moto. Les dio una bolsa de plástico a cada uno; una camiseta y un pantalón limpios y poco más. Ésta era toda su maleta para un viaje de cuatro o cinco años.
“Dile al akowé que cuide bien a los niños. Si los maltrata le denunciaré a la policía y dile que les quiero en casa una semana por fin de año y que traigan dinero”. La mujer, Plantine, apenas se despidió de sus hijos con una caricia en las manos. Se quedo mirando como se alejaban en la moto sin hacer ningún gesto, ausente de la más mínima expresión de tristeza.
Las estadísticas de la ONU sobre la pobreza mundial dicen que la República de Benin ocupa el décimo quinto lugar en la lista. El más pobre es Sierra Leona. De los diez países más subdesarrollados del planeta, cinco están en África subsahariana, como Benin; pero no es lo mismo tener la suerte de nacer en su emergente capital, Cotonou, que en la paupérrima Zakpoktá. Ése es el municipio más pobre del país, por eso muchos de sus niños se suben a las motos de los traficantes.
La miseria es una condena, pero si además has nacido en la ruta de paso a Nigeria, el gran coloso africano, la condena se convierte en una sentencia; muchos niños de Zakpoktá son vendidos por sus padres como esclavos a los traficantes locales, que se los llevan a Nigeria y los explotan en las canteras de Abeokuta.
Un lugar en el infierno
Victorin Adeokunté, el akowé, es uno de los traficantes mas conocido de la zona. Anda más cerca de los cuarenta que de los treinta, viste ropa fon y tiene una casa en las afueras de Zakpoktá. Lleva con tanta indiferencia el calificativo de “negrero” que se ha ganado a pulso un buen lugar en el infierno.
El sábado, 9 de febrero. envió a un primo de su confianza, François a buscar a los dos niños a la aldea de Allabé. Se los había comprado a sus padres unos días antes por 25 euros. Al caer la tarde, el akowé, los dos hermanos y yo salimos en su coche rumbo a Nigeria.
Lewidjo Adjakpa tiene unos trece años y no abrió la boca durante el viaje. Su hermano Pierre no pasa de los diez y se quedó dormido nada más salir.
Victorin no puso ninguna pega cuando le propuse que me mostrara cómo funciona el tráfico de niños entre Benin y Nigeria, sólo con una condición. “Obatedo es la última ciudad antes de la frontera. Allí te vas a bajar y vas a coger una moto para cruzar a Nigeria. Nada más pasar la frontera hay una gasolinera Texaco a mano derecha. Te esperaré allí”.
Victorin no queria arriesgarse a cruzar la frontera con dos niños traficado y un hombre blanco en su coche. Una cosa era tener comprada a la polícia y otra, llamar la atención gratuitamente. “Esta noche están de guardia los míos, por eso viajo los fines de semana. Soltaré cinco mil francos CEFA, unos siete euros, en cada control policial y no habrá problema”.
Al cabo de una hora y media de viaje estábamos en Obatedo. En un cruce de carreteras no me fue complicado contratar una moto-taxi, zemiján los llaman en Benin, y seguí a Victorin a una distancia prudencial hasta el puesto de control beninés. Vi cómo su coche pasaba sin problemas la barrera mientras yo entraba en las oficinas para sellar mi pasaporte.
Cinco policías nigerianos sentados en una larga mesa me hicieron el mismo interrogatorio tedioso. Cuando ya me habían preguntado varias veces por mi trabajo en España, enseñé un billete de mil nairas, unos seis euros, y se terminaron las preguntas. En la pared me fijé en un cártel de Unicef: “El tráfico de niños es un delito, no colabores”. Estaba claro que los traficantes benineses no pasaban por aquel control de fronteras nigeriano. Al cabo de media hora estaba de nuevo sentado en la furgoneta del traficante, con los niños en la parte trasera comiendo unas banana que Victorin les había comprado.
La carretera hasta Abeokuta, unos 200 kilómetros, estaba infestada de controles militares. El soldado de turno se limitaba a barrer las ventanillas con su linterna y comprobar con gesto mecánico cuánta gente iba dentro. Nada de parar el coche para pedir los papeles o hacer preguntas. A eso de las doce, Victorin me dejaba a la puerta del Presidential Hotel de Abeokuta. “Mañana podrás pasear por la ciudad. El lunes a las ocho paso a recogerte para ir a las canteras”.
Con una pala al hombro
Abeokuta es la capital histórica de los yorubas, la principal etnia de Nigeria. Con medio millón de habitantes, es una de las ciudades más importantes del país. De aquí son el premio Nobel de literatura Wole Soyinka y el ex presidente del país, Obasanjo.
El cemento, los ladrillos y la grava son sus principales industrias. Vayas hacia donde vayas, habrá un chico caminando con una pala recién comprada al hombro. Las venden en todos lados: en los mercados, en los semáforos y en las cunetas de las carreteras.
Las canteras está perdidas en mitad de la selva. El territorio es propiedad de los yorubas y los benineses se lo alquilan para explotar la arena, la grava y el granito. Es un submundo inaccesible para los no iniciados. Aquí sólo pueden entrar los benineses, es su gueto y para protegerlo han establecido una maraña de controles que impiden el acceso a los extraños.
Aprendieron la lección de la crisis de hace cinco años; a finales de 2002 y principios de 2003, la policía nigeriana recibió un soplo y entró a saco en las canteras. En total fueron repatriados 220 niños benineses. Una lucha de poder entre traficantes había desatado la guerra. Uno de ellos, con aspiraciones a controlar una amplia zona de canteras, denunció a la polícía la situación de los niños e incluso pagó para que actuaran.
Hoy la calma ha vuelto a las canteras y también una ley que todos respetan: el tráfico y la explotación de los niños es negocio de los fon, es un asunto entre benineses, aquí los yoruba, los nigerianos no tienen nada que hacer; como mucho, miran para otro lado.
El lunes 11 de febrero, a las ocho de la mañana, la furgoneta de Victorin estaba a la puerta de mi hotel. Venía él sólo, sin los niños. “Los llevé ayer a las canteras. Tienen que acostumbrarse cuanto antes a su nueva vida. Hay muchas zanjas que cavar en la selva”, me dijo con una media sonrisa. Cruzamos la ciudad semidesierta a esa hora temprana y llegamos al suburbio de Sabo. Terminada la carretera asfaltada y continuamos por un camino de tierra en muy mal estado. Recorrimos unos 15 kilómetros sin cruzar ni un solo poblado ni ver a nadie, solo un intenso tráfico de camiones, los que bajaban con el remolque lleno y, de vacío, los que subían.
De repente, sin decir nada, Victorin paró el coche a un lado del camino y me dijo que le siguiera. Yo no veía más que vegetación espesa, hasta que a lo lejos divisé unas montañas pequeñas de arena. Victorin saludó con la mano a un grupo de gente a lo lejos. “Ahí están los niños”, me dijo.
Al acercarme vi un panorama desolador. A derecha e izquierda había decenas de pequeñas zanjas cavadas en el suelo. Tendrían entre uno y dos metros de profundidad. En algunas, no llegaba a asomar la cabeza de un chico alto. Trazaban una línea curva de unos tres metros. El paisaje era lunar: multitud de montículos de arena y grava y varios camiones cargando el material y yéndose por la selva.
Jornada de doce horas
En cada zanja estaba trabajando una cuadrilla de tres niños. Me acerqué a una y me puse a hablar con ellos. El mayor, que no pasaba de los trece años cavaba la ladera con un pico. Se llamaba Etienne Montchomi. Venía de Yohoné, un poblado de Zakpoktá. Llevaba dos años en las canteras. Su jornada empezaba al salir el sol, a las seis de la mañana, y finalizaba al ponerse doce horas después. Descansaba de una a tres para comer y para huir del calor sofocante del mediodía.
Reconocía que las condiciones eran duras, pero no se quejaba. “Aquí por lo menos como dos veces al día. En Zakpoktá pasaba varios días sin probar bocado” me decía resignado.
A su lado, un niño de once años, Eugène Animanou, arrojaba palas de tierra a un tercero que estaba encaramado en la explanada. Había llegado a las canteras en 2006 desde su poblado de Zahla, también en Zakpoktá. Me contó que lo había traído un vecino, del que no quiso dar su nombre, en coche con otros dos niños. “Están trabajando en otras canteras, lejos de aquí. Nos los veo desde hace unos meses. Los echo de menos porque eran mis amigos y nos protegíamos entre nosotros, pero Etienne me trata bien”, me dijo mientras cogía la pala y me daba la espalda.
Cada cuadrilla está formada por seis niños. Mientras tres trabajan en la zanja, los otros tres se ocupan de cargar el camión y de buscar comida en la selva. En cinco minutos hacen un fuego y echan a la parrilla lo que encuentran. Ese día tenían de menú cuatro ratas abiertas en canal. El patrón les visita cada lunes y les trae harina de ñame (un tubérculo), unos pimientos y legumbres. Con eso y con lo que encuentran por la selva tiran toda la semana.
Los más afortunados, pueden bajar a los poblados a dormir, pero muchos tienen que conformarse con pasar la noche a pie de zanja, a la intemperie, sobre unos plásticos o unas esterillas hechas con ramas. Trabajan de lunes a sábado y descansan el domingo. Ese día bajan a los poblados, si hay suerte y encuentran un coche que les lleva; si no, se quedan descansando en las zanjas.
Los más pequeños de las cuadrillas hacen el trabajo menos duro. Bertín Dosson tiene ocho años y se encarga de remover la tierra que Eugène le lanza con la pala desde la zanja.
Zarandea la criba con las manos y deja que la arena fina le caiga a los pies y la grava que queda en el apero la arroja al montículo que está levantando. Bertín me contó que su padre se había muerto hacía dos meses y que un tío suyo le había traído a las canteras. “Aquí me tratan bien pero el trabajo es muy duro, por eso me quiero volver a mi casa”, me dijo mirándome a los ojos como pidiéndome socorro, mientras la arena fina cubría sus pies descalzos y levantaba una nube de polvo que se disolvía a la altura de su frágil cintura.
Cada cuadrilla tiene que levantar una montaña de cinco mil kilos de grava en dos días, que el camión se encarga de venir a recoger. Mientras unos cavan la zanja, otros cargan el remolque del typper. La jornada transcurre en relevos de unas tres horas en cada turno que organiza el encargado. Cuando el traficante ve que el trabajo no va al ritmo que desea ordena un escarmiento.
Castigos corporales
Es un ritual que los fon han traído de sus poblados, a orillas del río Ouémé. Cuando el patrón se enfada, no tiene que decir nada: llega a la zanja y golpea el suelo o un árbol varias veces con su bastón y luego se lo entrega al encargado, que suele ser el más veterano de la cuadrilla. Puede ser el que más ha flojeado esa semana o el más rebelde o sencillamente el recién llegado. Lo tumba boca abajo sobre un montículo de arena y le da un escarmiento hasta que el patrón ordena parar.
La jornada transcurre en relevos de unas tres horas en cada turno que organiza el encargado. Cuando el traficante ve que el trabajo no va al ritmo que desea, ordena un escarmiento
Todos con cuantos hablé en las canteras me han reconocido los castigos corporales y los malos tratos a los niños. “Si hay que hacerlo, se hace”, explican para que todo funcione correctamente en la selva de las montañas de arena. Incluso el presidente de los benineses de Abeokuta, Raymond Wusa, asegura que él ha visto algún cadáver infantil enterrado bajo la arena de las zanjas.
A la explotación de los niños hay que añadir una amplia lista de problemas sanitarios. “Vientres hinchados por la desnutrición, parásitos intestinales de todo tipo, pérdida de visión y problemas pulmonares por culpa del polvo y lesiones en los ojos de alguna arena que salta”, relata de memoria Mathieu Shanu, el médico de las canteras. Vive con su familia en unas cabañas a unos kilómetros de las zanjas y cuando un niño se pone enfermo se lo llevan para que lo cure.
Lo peor de todo es la falta de agua, pero ése es un problema que tiene difícil solución”, me cuenta resignado ante la situación de los niños.
A la hora de la comida y del descanso de las cuadrillas, le pregunté a Victorin por los hermanos Lewidjo y Pierre, a los que no había reconocido entre los cerca de treinta niños que había contado en esa zona de canteras.
“Los Adjakpa no están aquí. Éstas no son mis canteras. Yo tengo cinco cuadrillas trabajando en unas zanjas, pero no están en esta zona. Tú me habías pedido que te trajera a las canteras de Abeoluta, no a mis canteras”, me aclaro con una carcajada que tronó en mitad de la selva.
Ahora entendía por qué los niños de los poblados y de las canteras se llamaban akowé. Porque para ellos Victorin, el maestro, significa la posibilidad de aprender un oficio y de tener trabajo, aunque fuera un trabajo de pico y pala, polvo en los ojos y cuatro ratas a la lumbre en la selva.