El crimen organizado y las disputas tribales alimentan un conflicto al que las autoridades no logran hacer frente
Publicado en El PAIS, 4 de julio de 2021
Texto: Xaquín López; Fotografías: Sonsoles Meana
El terrorismo yihadista se ha gangrenado en el Sahel. Entró en la orilla sur del desierto del Sáhara hace 15 años de la mano de Al Qaeda y Boko Haram, pero muchas cosas han cambiado desde entonces. La violencia ya no es monopolio de esos dos grandes grupos. Decenas de katibas, batallones de insurgentes identificados con la insignia negra del Estado Islámico, actúan por libre y se venden al mejor postor. Los reporteros españoles David Beriain y Roberto Fraile fueron asesinados junto al conservacionista irlandés Rory Young a finales de abril en Burkina Faso en medio de una creciente inseguridad. La investigación da por hecho que el ataque fue obra del Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM), de la órbita de Al Qaeda.
“Burkina Faso está en el centro del Sahel. Hasta hace pocos años era un lugar donde nunca pasaba nada. Ahora, el terror ha echado raíces en la mitad norte. Viajar por ese territorio inhóspito y semidesértico es una moneda al aire para los locales y para los blancos, una moneda que siempre cae en cruz. Salir de Uagadugú, la capital, es un riesgo que los occidentales evitan a toda costa. Las salidas por las cuatro carreteras en dirección norte y noroeste están vigiladas por la insurgencia. Si ven un coche con occidentales, se mandan la información y fotos por WhatsApp”, asegura el agregado de Interior de una Embajada europea. “Cuanto más se aleje de la ciudad, mayor será el riesgo de secuestro”.
Desde hace tres años, Burkina Faso es, junto a Malí, el país de esta región africana más golpeado por la violencia. En 2020, el año más sangriento hasta la fecha, hubo 1.215 incidentes armados. Los detallará uno a uno la página web sahelwatch.com , que está a punto de entrar en funcionamiento. Su creador es Mahamadou Sawadogo, un expolicía retirado. “Lo que caracteriza a este conflicto es su dinamismo. Los actores han ido cambiando porque los terroristas no están solos, se les han ido sumando las tribus y los criminales. Geográficamente se ha extendido desde la frontera norte con Malí a la del este con Níger y a todo el Sahel. También han cambiado los objetivos porque al principio los terroristas mataban a miembros de las fuerzas de seguridad y ahora, la diana se ha ampliado a los Voluntarios por la Defensa de la Patria [conocidos como VDP] y a la población civil”.
“Las causas del conflicto son varias: disputas tribales o sequía del Sahel, que está provocando un éxodo masivo del campo a las ciudades. De todos los factores, el yihadismo no es ni el primero ni el más importante”, sentencia Laurent Saugy, delegado de la Cruz Roja en el país.
El movimiento ciudadano Balai Citoyen tuvo mucho que ver en la caída del presidente Blaise Compaoré en 2014. Lo encabeza el rapero Smockey, un artista libertario y comprometido. “Compaoré ha contribuido a instalar el terror en la región. Burkina estaba a salvo con él porque se apoyaba a los terroristas. Evidentemente, estos no iban a atentar contra su benefactor. Compaoré ha permitido el desarrollo de todo tipo de tráfico de armas, drogas, oro. Incluso secuestros, porque era él el que mediaba en el pago del rescate de los rehenes”. Así ocurrió con la liberación de tres catalanes secuestrados en Mauritania en 2009, en cuya liberación en el norte de Malí fue clave la mediación del entonces presidente burkinés. Con Compaoré fuera del poder, los terroristas dieron un paso al frente y cruzaron la frontera de Malí para quedarse en el país.
El capitán de la Gendarmería N’Do Laudry lleva más de dos años destinado en Barani, en el extremo norte. Está al frente de una unidad de élite Garsi (Grupos de Acción Rápida, Vigilancia e Intervención en el Sahel), formada por instructores de la Guardia Civil junto a gendarmes franceses, guardas portugueses y carabineros italianos. “Tenemos enfrentamientos continuos con los terroristas. Si el enemigo no viene a nuestro encuentro, nosotros salimos en su búsqueda. Siempre están ahí, agazapados. En realidad, no sabemos quién es nuestro enemigo, ni de qué país viene ni de qué etnia es. Tampoco estamos seguros de si actúa por ideología o por venganza”.
En 2020, el año más sangriento hasta la fecha, hubo 1.215 incidentes armados
Es, junto con Malí, el país de esta región más golpeado por la violencia
“No hay estrategia antiterrorista”, denuncia el líder de la oposición
El objetivo del Garsi es hacer frente a los terroristas en su propio territorio. “El terrorismo en Burkina sirve como excusa y le da cobertura al crimen organizado: el narcotráfico y el contrabando de tabaco desde el Golfo de Guinea al Sahel cruza el país; la apropiación de las minas de oro ilegales; el tráfico de personas, todo se realiza bajo la tapadera y la falsa apariencia de yiliadismo”, opina el coronel francés Raymond Carter, coordinador del Garsi.
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Burkina Faso es el cuarto país productor de oro de África. Exporta una media de 60 toneladas al año. La tierra es del pueblo, pero su gestión está en manos del Estado, que le ha cedido la mayor parte de explotación industrial a los potentes grupos mineros canadienses. La minería artesanal recoge las migajas del banquete. Hay 1.200 en todo el país, aunque solo la mitad están en producción. Los terroristas han puesto sus ojos en esa veta del filón dorado.
Pillaje disfrazado
A principios del mes de junio tuvo lugar la masacre de Sholan, en la frontera con Níger. Los terroristas asesinaron a sangre fría a 160 vecinos de la aldea. Los analistas lo ponen como ejemplo de ataque criminal baja bandera yihadista. “La masacre está relacionada con el pillaje. Ningún grupo terrorista la ha reivindicado. Lo que querían los atacantes, y lo han conseguido, era expulsar a los mineros de la zona y hacerse con el control de la explotación artesanal de oro”, asegura Jacob Ouédraogo, director de la Agencia Estatal de Minas Artesanales. Al día siguiente del ataque, decenas de vecinos cargaron sus escasas pertenencias en sus motos y huyeron del lugar. El control de la minería artesanal por terroristas y criminales está provocando un éxodo de los mineros desde las zonas de guerra hacía zonas más seguras.
El yacimiento artesanal de Nongsin está a unos 100 kilómetros de Uagadugú. 30 mineros excavan un terreno árido, salpicado por montículos de arena y pozos abiertos en la tierra por los que apenas cabe un hombre. Horadan a mano hoyos de hasta 80 metros de profundidad para llegar a la veta. A la entrada del recinto espera un vigilante, que dormita a la sombra de una lona con una escopeta de caza rudimentaria entre las piernas. “Cuando escucho lo que pasa en las minas del Este y en el Sahel, me entra miedo porque puede ocurrirnos lo mismo a nosotros”, cuenta el capataz del yacimiento, Ouédraogo Lazare. En yacimientos artesanales como el de Nongsin, trabajan familias enteras, incluidos los niños. Los mineros se quejan de que nadie les protege. “Hay una mina industrial cerca de aquí. Sería necesario que sus vigilantes privados nos defendieran porque nosotros también somos mineros”, comenta resignado Yobi Salomon mientras ayuda a tirar de la cuerda que saca a uno de ellos del pozo.
En Burkina Faso actúan por su cuenta dos potentes grupos yihadistas: el Estado Islámico del Sahel y el JNIM. Sus ataques constantes a todo lo que representa al Estado les ha hecho fuertes en el territorio. El Ejército burkinés se ha replegado en cuarteles dispersos en las principales poblaciones. El resto es desierto minado de campamentos y bases de entrenamiento yihadistas.
Para recuperar la iniciativa, se crearon en enero de 2020 los llamados VDP. Son grupos de autodefensa reclutados entre la población local, la mayoría cazadores que conocen el terreno. El Gobierno se ha parapetado detrás de esa milicia paramilitar de 2.300 personas, que cobran 25.000 francos CFA al mes (algo menos de 40 euros). Los voluntarios llegan allí donde no está el Ejército y se han convertido en la primera línea de choque contra la insurgencia. “Estamos soportando una batalla real en torno al poblado de Namsignia. Hemos repelido hasta 18 ataques en los últimos meses. El Gobierno tiene que saber que si cae ese baluarte, los insurgentes van a llegar a las puertas de la capital. Nadie les va a parar en la carretera. Sería un paseo triunfal para ellos”, asegura Aly Nana, uno de los portavoces de los VDP.
Desde que estalló el conflicto en 2016 se han producido unas 900 detenciones de presuntos terroristas. Según el Movimiento burkinés de los Derechos Humanos y de los Pueblos (MBDHP), la mayoría sigue en prisión preventiva sin causa judicial abierta. “Si la justicia liberara a los prisioneros por terrorismo que son inocentes, eso provocaría un problema mayor porque a continuación las fuerzas de seguridad, en vez de detener a un sospechoso, le lincharían directamente”, vaticina Sanou Aly, al frente del MBDHP.
La Burkina pos-Compaoré se ha sumido en el caos sangriento. Su sucesor en las urnas, Roch Kaboré, ganó en noviembre pasado sus segundas elecciones legislativas y presidenciales seguidas. El Gobierno se niega a reconocer el problema y ha declinado hacer declaraciones a EL PAÍS. La oposición parlamentaria ha lanzado marchas de protesta en las ciudades y pueblos importantes estos días. “No hay estrategia antiterrorista. Le exigimos al Gobierno que haga un diagnóstico para identificar a los atacantes. No sabemos ni tan siquiera quiénes son nuestros enemigos. Con este Gobierno no vamos a ganar la guerra, por eso, hemos suspendido el diálogo”, asegura Eddie Komboigo, líder de la oposición.
Uagadugú es una ciudad vibrante con restaurantes de chef francés y vinos de 100 euros en la carta, joyerías, tiendas con artículos occidentales y decenas de hoteles con extremas medidas de seguridad. Los occidentales saben que pueden recorrer la ciudad con total seguridad, pero al caer la tarde regresan a sus hoteles.
Durante el fallido golpe de estado de septiembre de 2016, la Junta Militar, que ocupó el poder durante una semana, bombardeó el estudio de grabación Abazón, propiedad del artista Smockey. Ahora reconstruido, es un icono de la vanguardia musical del país. “Burkina es una democracia plena”, asegura Smockey. “No hay más que pasearse por la calle para ver que cada uno dice lo que le da la gana. El problema es que las instituciones no son sólidas”.
En 1984, el líder revolucionario Thomas Sankara eligió, tres años antes de ser asesinado, los colores rojo y verde del panafricanismo para la bandera del país. Hoy, sobre Burkina Faso ondean amenazantes otras banderas, las de color negro del terrorismo yihadista
Cuatro víctimas españolas en apenas dos años
La opinión pública española puso a Burkina Faso en el mapa cuando el pasado 26 de abril cayeron asesinados dos periodistas, David Beriain y Roberto Fraile. Los investigadores se lo atribuyen al Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM), por las comunicaciones interceptadas a los yihadistas. Los servicios de espionaje internacionales han conseguido, además, fotografías intercambiadas entre miembros del comando en las que se mostraban los móviles y ordenadores de las víctimas. La Fiscalía de la Audiencia Nacional, que ha abierto diligencias, tiene encima de la mesa el nombre del terrorista que ordenó ajusticiar a los periodistas y a Rory Young, el ciudadano irlandés que les acompañaba. Se trata de Abou Hanifa y es el cabecilla de la katiba de Gouma, la provincia de Burkina Faso donde ocurrieron los hechos.
Los dos periodistas estaban grabando junto al conservacionista irlandés un documental sobre la caza furtiva en un parque nacional fronterizo con Benin, cuando el convoy de 40 soldados que les protegía fue atacado por un grupo de más de 100 terroristas. La refriega duró más de tres horas y los occidentales cayeron en poder de los yihadistas. Ante la dificultad de secuestrarlos, Abou Hanifa habría dado la orden a sus sicarios de ejecutar a los rehenes. Los cadáveres de aparecieron a la mañana siguiente con varios disparos. Los investigadores reconocen la dificultad de identificar y detener a los autores materiales de los hechos. Además, atribuyen la responsabilidad intelectual a los cabecillas del grupo terrorista JNIM.
Las dos primeras víctimas españolas del conflicto fueron dos misioneros salesianos: los padres Antonio César Fernández y Fernando Hernández. Fernández murió en un ataque contra el puesto de aduanas de Nohao, en el sur del país, junto a cinco funcionarios burkineses. Fernández fue acuchillado por un exempleado de la obra donde trabajaba. A raíz de estos hechos, en 2019 la orden misionera repatrió a todos los religiosos occidentales.